Bloggear o no bloggear...

...he aquí la cuestión. Me propongo desde este espacio publicar cada tanto algunos comentarios, artículos, opiniones sobre la realidad del latino en Estados Unidos, pero sin olvidarme que ante todo soy latinoamericano y lo que sucede en el continente afecta a todos los que estamos aquí. La frecuencia de publicación será bastante irregular, pero será de alguna manera activa y persistente. También haré una recopilación de artículos pasados y que ya fueron publicados en otros lugares pero que no dejan de ser actuales. Ojalá me ayuden con sus comentarios. Aquí vamos pues...

lunes, 10 de junio de 2013

De ley, cuento


De ley
A ese Hombre llamado Juan

La consternación en el barrio avanzó como la noche desparramándose sobre el día. Nadie daba crédito a lo escuchado. Elpidio Fernández, no sólo era uno de los hombres más respetados de Domínico, sino también, uno de los más codiciados por el hembraje de la zona. Nunca correspondió arrumaco alguno. Sí, floreaba, pero en un juego de seducción platónica. Su porte maduro y la leyenda de su hombría, sumaban destellos de gloria sostenida con nobleza e intrigante indiferencia.
El comadraje se dio cita desde temprano en la casa del difunto. Algunas, con la esperanza de amortajarlo, tocar aquel cuerpo vedado. Las que llegaron temprano tuvieron la dicha de hacerlo. Lo desvistieron recorriendo sus fibras y la vellosidad del pecho y las extremidades. Lavaron el cuerpo con agua, después con vinagre, y para terminar, con agua de rosas. Lo dejaron desnudo el mayor tiempo posible. Todas las asistentes pudieron admirar su portentosa anatomía viril. Una y otra vez las casi quince mujeres que invadieron el recinto, le pasaban algo al difunto para su mejor conservación. 
La habitación empezó a apestar.

-¡Tanto hombre desperdiciado! - soltó misia Asunción, mezclando estupor y tristeza. 
Las demás asintieron en silencio.

A pesar de la cincuentena de años, la musculatura de Elpidio se mostraba intacta. Mantenida gracias al trabajo duro de levantar la casa con sus propias manos. Lentamente, desde que se había casado, cambió la casucha de chapa por una sólida casa de cemento. Primero una pieza, luego otra, la cocina, un baño interno, cosa rara en los años treinta, en especial en una casa de los arrabales. Definitivamente, era un hombre progresista y, a pesar de eso, un tipo simple.
De día vestía de entre casa, de fajina, como le gustaba decir. Pero al caer el sol se lo encontraba bien empilchado. De riguroso negro, con un pañuelo blanco al cuello y el sombrero de fieltro inclinado hacia adelante. Me voy a trabajar, le decía a la Lucilda que lavaba los cacharros en la cocina o fregaba ropa. No tenía un trabajo estable, porque Elpidio trabajaba de guapo. 
El trabajo de guapo requería de varias y diferentes virtudes. De allí provenían los ingresos. Se debía ser diestro con la baraja y la taba; experto milongueador, para que las mozas invitaran con una copita, sin tener que gastar y mantenerlas a una distancia prudencial; también, para que el dueño del local le tirara unos pesos por mantener el lugar divertido y seguro. Cualquier desatinado se la vería con el guapo. El trabajo de guapo, a veces, no se diferenciaba con el del matón; algún aprete, alguna protección, encontronazos con rufianes. Así completaba su salario, que por entonces era considerable. Al tiempo llegó Lucilda y su vida cambió.

-Seguro que buscaba en la vida nocturna lo que no tenía en su casa - rezongó Doña Pura.

Conoció a Lucilda una vez que tuvo un encargo en Cañuelas. Había un bravucón que se dedicaba a robar ganado. Al tercer día de buscar por los tugurios de la zona, lo encontró en un burdel de mala muerte queriendo robar a la madame. En un duelo criollo que no duró más que minutos, terminó con los problemas de los hacendados. La madame en persona se ofreció gustosa a pagarle por sus servicios. Por supuesto, él se negó; alegó cuestiones de hombría.
Al salir del burdel, una galleguita con un sombrero pasado de moda y una valija de mediano porte, tropezó con sus narices. Ella se disculpó haciendo una reverencia. Él miró aquel gesto inocente y pensó cómo alguien tan dulce podía pisar un lugar de aquella categoría. Cuando ella preguntó por la dueña del lugar, por piedad o por evitarle una mala vida, le dijo que había muerto. Ella bajó la cabeza persignándose, gesto que conmovió el corazón de Elpidio. Se dio vuelta para irse, pero la galleguita otra vez le habló. “Señor no tengo dónde ir, ni familia, no conoce a alguien que pudiera ayudarme”.
Le dijo que debía tomar un tren a Buenos Aires, que si quería, podía acompañarlo. Ella estaba desamparada y la voz del hombre sonaba protectora. Así fue que ambos se encaminaron para Domínico. Al llegar, los comentarios de las mujeres se multiplicaron. 
La instaló en el rancho de chapas que compartía con su pequeño sobrino Atanasio, pero fue claro, se comportaría como lo que era, un caballero. Mantuvo su palabra, era un hombre con mayúsculas. 
En el vecindario corrió la noticia de que se había casado. Él nunca se encargó de desmentirlo. Ante la evidencia, muchas mujeres pusieron luto a sus ansias. Fue pasando el tiempo y para Elpidio, el respeto por Lucilda se transformó en cariño, y luego, en un sincero amor que jamás se atrevió a confesar. Tenía motivos, motivos que los hombres no deben mencionar.
Por su parte, ella admiraba la prestancia de macho gentil, de hombre de palabra y corazón fuerte. Cambió su cuerpo adolescente por el cuerpo de una mujer que empezaba a afiebrarse de amor. Pero se calló. No quiso abusar de la generosidad de su protector. Ella esperaba algún gesto de Elpidio que nunca llegó, no entendió por qué. Fue un amor en silencio. Como un matrimonio de hermanos, condescendientes, respetuosos. Cuando ella salía a hacer las compras, la llamaban Señora Fernández. Al principio se sobresaltaba, después, sentía una delicada vanidad cuando las mujeres pretendían averiguar algo. 
Las reacciones revelaban el típico resentimiento de las hembras en celo.

-La ingrata no lo acompañaba a ningún lado, no lo trataba como un hombre se merece -afirmó Ña María. 
El corral de gallinas asintió con un murmullo.

Ambos eran felices en esa relación casta. Elpidio pensaba en un negocio para retirarse y estar más tiempo en casa. Ella había decidido quedarse con el hombre que amaba, al menos que éste le pidiera que se fuera. 
Pero la fatalidad les jugó sucio. Súbitamente, el corazón de Elpidio falló mientras se cambiaba. Lo descubrió Atanasio, se espantó y llamó a Lucilda a los gritos. Ella corrió a ver qué sucedía. Cuando encontró el cadáver en el piso se arrodilló, lo abrazó como nunca, como nadie lo hubiera abrazado jamás. Nunca antes había tocado aquel cuerpo bendito. 
Se fue calmando del llanto. Le dio instrucciones al sobrino de buscar al verdulero, compañero de barajas de Elpidio. Lucilda habló sin quebrarse pero con los ojos devastados. 
El verdulero pidió verlo por última vez; ayudó a levantar el cuerpo y a apoyarlo honrosamente en la cama. Porque era un muerto con dignidad. Se persignó derramando algunas lágrimas. Lucilda se lo agradeció. Le pidió que enviara a alguien para preparar el cuerpo, porque no podía hacerlo sola. 
Las voluntarias afloraron por doquier. Lucilda nunca había visto desnudo a su supuesto marido. Le pareció una falta de respeto hacerlo ahora, un sacrilegio, un despropósito hacia el hombre que había amado. Por eso pidió ayuda. Por eso y nada más. 

-El pobrecito no era feliz, imagínese tan santo varón – dijo alguien desde el montón.

El tabique de ladrillos filtraba los comentarios de las comadronas. Todo lo dicho llegaba a los oídos de la viuda. 
Llamó de un grito a Atanasio y éste se presentó de inmediato. Lo hizo pasar a la habitación y le habló con inusitada dureza.
-Escúchame bien. Toma este jarro y lo mismo que haces todas las tardes en el retrete lo haces aquí, ¿entiendes?
Atanasio trató de defenderse, pero las palabras se le atoraban en la garganta.
-Ve, o diré a toda esta gente lo que haces.
Atanasio tragó saliva. Hizo una cuenta mental de la cantidad de personas que había deambulando por ahí. Eran más de veinte. No quería ser el hazmerreír del barrio.
Corrió al baño y se encerró durante algunos minutos.
Volvió con el líquido y ella le ordenó que se fuera. Alcanzó a preguntarle qué era lo que iba hacer con eso. Contrariada, contestó que era un ungüento para el cuerpo del tío. Atanasio se fue tranquilo, pensando que era una forma de agradecimiento al pariente que tan bien lo había tratado en vida.
Vestida de riguroso negro dejó la pieza cerrando la puerta tras de sí. Resuelta, entró a la habitación donde las comadres ya habían terminado con el amortajamiento. Palmeó las manos y todas se dieron vuelta. La vieron más bella que nunca, con trazas de dama en todas sus facciones.
-Les agradezco la ayuda. Ahora necesito estar a solas con mi esposo. Tengo que comunicarles que voy a tener un hijo -se tocó el vientre -será varón y se llamará Elpidio, será un Fernández de ley.
Al mismo tiempo que decía esas palabras, se despojó del saco dejando ver su ropa de cama traslúcida y la piel descubierta debajo de ella. 
Las comadres cuchichearon. Felicitaciones amargas llenaron el recinto. 
Algunas alcanzaron a ver que el rigor mortis llegaba a su apogeo.