Bloggear o no bloggear...

...he aquí la cuestión. Me propongo desde este espacio publicar cada tanto algunos comentarios, artículos, opiniones sobre la realidad del latino en Estados Unidos, pero sin olvidarme que ante todo soy latinoamericano y lo que sucede en el continente afecta a todos los que estamos aquí. La frecuencia de publicación será bastante irregular, pero será de alguna manera activa y persistente. También haré una recopilación de artículos pasados y que ya fueron publicados en otros lugares pero que no dejan de ser actuales. Ojalá me ayuden con sus comentarios. Aquí vamos pues...

domingo, 16 de septiembre de 2012

El mejor, cuento


El mejor
A Walter 
La competencia siempre fue atroz. La lucha por la hegemonía dentro de la casa tomaba rumbos insospechados.

    Rubén era menor que yo, pero no era importante la diferencia de la edad, sino la de las contexturas físicas. La gesta consistía en esclarecer la superioridad dentro de la familia. Quién era el más fuerte, el mejor, física y espiritualmente. Elegíamos las pruebas de manera premeditada y de acuerdo a nuestras condiciones. No sólo lo superaba en edad, también en altura, envergadura y peso, esta última habilidad siempre era concluyente. Rubén era un alfeñique, en casa le decíamos radiografía por que se le notaban todos los huesos. Dos años menor, flaco y de naturaleza raquítica. A pesar de sus escasas dotes físicas se las rebuscaba bien a la hora de las definiciones. Cada uno escogía cinco deportes para resolver la justa del mejor. Así la llamábamos. 
Yo siempre optaba por mis clásicos. Lucha libre, porque bastaba con que me tirara encima para que se rindiera debido a la falta de respiración. Boxeo, donde la longitud de mis brazos y altura me daban la ventaja definitoria. Artes Marciales, ninguno de los dos sabía nada. La cuestión era darle unos golpes y agarrarlo al final débil y bastante averiado. Lanzamiento de la Bala, para lo cual utilizábamos un fierro viejo y oxidado que en nada se parecía a una bala de cañón, pero era lo bastante pesado como para que él no pudiera levantarlo. Y mi última elección era el ajedrez. No porque fuera más inteligente, sino porque Rubén no tenía idea de como jugar. Yo le decía como mover las piezas y, lógicamente en forma magistral lo guiaba a la derrota. Cinco pruebas inobjetablemente mías. 
En las de él se explotaban la velocidad, la agilidad y la destreza. Especialidades que a nadie le interesa. Los cien metros llanos, trepar el pino del fondo, la payana, la bolita, y por quinta prueba solía elegir el fútbol porque podía desarrollar sus mejores condiciones de jugador. Pero la experiencia le demostró que una falta artera, ladina y traicionera (pero necesaria), podía terminar con sus más hondas aspiraciones. Entonces, ante la evidencia decidía por la bicicleta. Última y definitoria prueba. Rubén se sentía seguro de ganar porque era más rápido. Pero yo tenía un as en la manga. La elección de la distancia corría por mi cuenta. Tan sólo cincuenta metros. Al ser yo más fuerte podía embalar con mas potencia, lograba una ventaja mínima que pronto se desplomaría por lo paupérrimo de mi estado físico. Pero nunca antes de los cincuenta metros. Así ganaba yo, con fuerza y con inteligencia para poner las pautas. No había dudas, era el líder espiritual, político y administrativo de la relación con mi hermano. Era el mejor. 
Hubo revuelo en el barrio. Los del otro lado de la avenida habían hecho un desafío. El Rata, el capitán del equipo y el más grande con sus catorce años, convocó a una selección. Elegiría el equipo representativo después de realizar una práctica en el campito de la calle Rivadavia. Los matices de los partidos con los del otro lado siempre eran anormales, terminaban en pelea. Había que ganar en la cancha y había que ganar en la pelea. El Rata quería a los mejores. Era obvio que debía presentarme.
Éramos como veinte en el potrero, incluyendo a Rubén. Le advertí que volviera a casa, que la prueba iba a ser dura; no se intimidó.
La práctica empezó con nerviosismo, nadie quería cometer errores, nadie arriesgaba nada. Los ojos del Rata, fuera del campo, parecían más severos que de costumbre.
Alguien despejó una pelota y cayó en la media cancha, justo a los pies de Rubén. Su cuerpo no garantizaba nada, pero a la hora de gambetear era difícil pararlo. La pisó e hizo correrla por la derecha, con un par de amagues, el Polaco y Drito, dos de nuestros mejores defensas quedaron desparramados. Llegó hasta el fondo y tiró centro atrás. Justo entraba el Negro, no tuvo más que empujarla. 1 a 0. Golazo. Todos miraron al Rata, la mueca de satisfacción era clara.
Sentí una ligera sensación de orgullo. Pero aún era el mejor.
El capitán gesticulaba a medida que aprobaba jugadores. Yo todavía no integraba la lista. Necesitaba demostrar que podía estar en el equipo. No tenía talento con la pelota, pero era fuerte a la hora de defender. Otra vez Rubén tenía la pelota, ahora se la daban más seguido, se habían dado cuenta de la facilidad con que resolvía los problemas. Eludió a uno y otro quedó parado después de un túnel, era mi oportunidad de mostrarme. La pelota o él. Siempre el bulto grande es el más fácil. Literalmente lo barrí. La pelota siguió sola hasta que el arquero conjuró el peligro. Rubén fue cayendo sobre mí. En uno de los manotazos buscando apoyo, encontró mi nariz. Caímos juntos, enmarañados. Nos levantamos y el dolor en el centro de mi cara era insoportable. Un hilo de sangre fluía desde adentro. Vi a mi hermano intacto.
Sangrante, dolorido y asustado me puse a llorar. Corrí hasta casa. Seguro que lo había hecho a propósito, quería humillarme delante de todos, me dije. Intensifiqué el llanto al llegar, magnificando la situación con las manchas rojas. Fui muy explícito al narrar lo sucedido. ¡Fue Rubén! Mi padre mostró una expresión grave. Mientras Mamá me curaba, Papá salió a la calle y ejecutó el silbido con que siempre nos llamaba, un sonido corto y aflautado. Rubén entendió. Tímidamente se acercó a la casa. Desde el patio, ya repuesto y emparchado, observaría como las cosas volvían a la normalidad. Se impondrían el orden y la justicia. 
No sé qué sucedía con mi padre. Esa tarde estaba diferente. Descargó todo el mal humor en el cuerpo de Rubén. Lo golpeó por todos lados. Quise gritarle: Papá fue un accidente, solamente chocamos, me equivoqué. Papá por favor. Papá no. Papá. Pero era tarde. 
Rubén lloraba tirado en un rincón. Papá se fue adentro cuando se cansó de pegarle. Me acerqué, quise decirle algo pero mi lengua parecía de piedra. Me acerqué más y le puse la mano en el hombro. Me abrazó. Lo abracé. Lloramos juntos.
La competencia se me había ido de las manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario