Bloggear o no bloggear...

...he aquí la cuestión. Me propongo desde este espacio publicar cada tanto algunos comentarios, artículos, opiniones sobre la realidad del latino en Estados Unidos, pero sin olvidarme que ante todo soy latinoamericano y lo que sucede en el continente afecta a todos los que estamos aquí. La frecuencia de publicación será bastante irregular, pero será de alguna manera activa y persistente. También haré una recopilación de artículos pasados y que ya fueron publicados en otros lugares pero que no dejan de ser actuales. Ojalá me ayuden con sus comentarios. Aquí vamos pues...

miércoles, 10 de octubre de 2012

El bosque de bambú


El bosque de bambú

-No sé si es mi hijo.
Seiji habló desde la proa del bote, no movió ningún músculo para decirlo. Tal vez ni siquiera los de la lengua. Lo dijo como si se lo confesara a las rocas y no a mí, que compartía las gotas de agua salada que nos salpicaban. No dije nada, lo tomé como un pensamiento en voz alta. Pensé en Izumi en la popa, con su embarazo de ocho meses a cuestas, siguiendo al supuesto padre de su hijo hasta la isla, o al menos, hasta el puerto. Cuando empezáramos a rodar por la ruta, se quedaría esperando las cuatro horas que nos tomaría completar la vuelta.
Bajamos las bicicletas del bote y cada uno se preparó para la travesía; sería dura, la ruta era montañosa, con pendientes y viento en contra. Un buen entrenamiento.
De reojo vi a Seiji despedirse de Izumi; apenas la mano apoyada en el hombro.
No estaban casados, ni siquiera eran novios, apenas circunstancialmente amigos. Era evidente que había pasado algo entre ellos, ese algo que despierta calores que no dejan pensar en las consecuencias.
Seiji era un encantador de serpientes, un loco programado para mostrarse loco y usar esa locura como arma de seducción. Increíblemente, su método era infalible. Ya tenía dos hijos con diferentes madres. Y según recuerdo, las dos trataron de sujetarlo con el mismo argumento. Izumi no lo sabía.
La ruta nos desafió con ganas, nuestra paga era el espectacular paisaje de la isla. Playas rocosas, cañadas profundas, un mar muy verde y transparente.
Seiji se detuvo y dejó pasar al resto. Me retrasé para ver si todo estaba bien. Lo encontré mirando un bosque de bambú. Las cañas eran gruesas, espesas. Difícilmente un hombre pudiera pasar entre ellas. La luz, tampoco.
Otra vez sin dejar de observar, dijo algo.
-Mi alma es como ese bosque de bambú.
Esperé que completara la frase, no dijo nada más. Se subió a los pedales y arrancó dando una última mirada al cañaveral. O tal vez a su alma. No sé.
Me quedé mirando el bosque de bambú. Oscuro, impenetrable, incierto. De algún modo se había definido a sí mismo.
Al terminar el circuito, nos premiamos con un Onsen, un baño japonés. Primero, una buena ducha; después meternos en una bañera de agua caliente hasta que la piel aguantara. La musculatura estaba rendida. 
De regreso, Seiji volvió a ser el extrovertido de siempre. Haciendo payasadas, llamando la atención de todos, en especial la de Izumi. Hubo sake para celebrar, bromas en japonés que no podía entender, y bocaditos de arroz llenaron la fiesta.
El bote ya casi llegaba a la marina y Seiji otra vez estaba en la popa, mirando las rocas de la costa. Lo dejé solo. Tenía la misma expresión del bosque de bambú. Oscuro, impenetrable, incierto. 
Cambiaba su estado de ánimo tan rápido como se lo proponía. Era dueño de dos personalidades incompatibles. Cada una se ocultaba de la otra. Tal vez con vergüenza, tal vez con miedo. Sólo él sabía cuál era la verdadera y cuál la ficticia, cuál la duda y cuál la certeza. O tal vez no. 
Las rocas de la costa, no lo delatarían. Yo tampoco.

jueves, 4 de octubre de 2012

Picapedrero, cuento corto


Picapedrero

Levanta la maza y la deja caer contra el adoquín. La maza no golpea el adoquín, sino lo que está en medio. Una piedra. Mira malhumorado la pequeña montaña de piedras que todavía falta por picar para el contrapiso. A pesar del cansancio del trabajo en la fábrica y de la construcción que no se termina, sigue picando. Es su casa, el oasis. 
Levanta otra vez la maza y la deja caer contra el adoquín. Los músculos del brazo le piden un descanso, sucesivos dolores se lo dicen. Se ofusca, la montaña no se desvanece.
Cada vez que golpea el adoquín y la piedra en medio, cierra los ojos. A pesar de los ojos cerrados sigue viendo la piedra y cómo se deshace. No abre los ojos, sabe que la montaña no se ha desvanecido. Respira profundo buscando fuerzas para seguir picando. Después, siente que puede abrir los ojos. 
Evita mirar el rancho. “Es temporario”, dijo tantas veces, pero construir es caro y el metálico no abunda, por eso pica piedras. Todo a la antigua, a mano, a pulmón. Lo temporario se le hace largo, pero no afloja. Está construyendo un oasis. Un oasis de ladrillos, cal y cemento. De reojo, casi accidentalmente, mira el rancho.
Perdió la cuenta de cuántas veces levantó la maza para golpear el adoquín. Tampoco se imagina cuántas veces más tendrá que hacerlo. Está cansado, dolorido, desanimado. El oasis se aleja a la deriva de un mar de arena. Un mar de arena que está fuera de control y a la deriva.
Levanta otra vez la maza para golpear el adoquín, pero un grito lo frena. Es un grito festivo, un grito de pájaro, un pájaro que pide abrir las alas. 
“Papá, papá”, dice el niño pájaro que pide abrir las alas, “Papá, papá, puedo…puedo…puedo?”. Al hablar, las innumerables pecas del rostro del niño parecen multiplicarse, es tanta la felicidad que expresa que su cara se ensancha en sonrisas y muecas involuntarias. Tiene seis años y no entiende de mazas, de adoquines, ni de ranchos. Apenas pide abrir sus alas.
La maza baja cauta contra el adoquín; esta vez, no rompe la piedra. Sólo se apoya. 
Mira a su hijo que baila sin moverse esperando la respuesta. Trata de contarle las pecas pero éstas se sobreponen en cada contorsión de los labios. Se pregunta cómo podría decirle no, sin quebrarle alguna de sus alas. 
Dice sí. No quiere riesgos.
El niño salta de alegría y baila ahora con movimientos, lo abraza, lo besa y le agradece.
El niño toma la maza y trata de golpear el adoquín. No lo consigue. 
Hay carcajadas. Hay trinos. Hay un abrazo.
Dejan todo. Se van juntos sin saber a dónde van. La montaña está ahí pero se ha desvanecido. La maza y el adoquín, se miran indiferentes.
El oasis nunca había estado tan cerca.