Bloggear o no bloggear...

...he aquí la cuestión. Me propongo desde este espacio publicar cada tanto algunos comentarios, artículos, opiniones sobre la realidad del latino en Estados Unidos, pero sin olvidarme que ante todo soy latinoamericano y lo que sucede en el continente afecta a todos los que estamos aquí. La frecuencia de publicación será bastante irregular, pero será de alguna manera activa y persistente. También haré una recopilación de artículos pasados y que ya fueron publicados en otros lugares pero que no dejan de ser actuales. Ojalá me ayuden con sus comentarios. Aquí vamos pues...

viernes, 28 de septiembre de 2012

Fotografías, cuento


Fotografías
"No tengo explicaciones", le grité. Pero creo que la furia la había vuelto sorda, y tal vez un poco ciega, porque me arrojaba las fotografías sobre la cara, sin que ninguna de ellas pudiera tocarme.
  "Simplemente sucedió", le dije, mientras me defendía de sus golpes, que me llovían, sin provocarme dolor alguno. Esperaba que se cansara de gritar, de pegar, de llorar, pero Sara se multiplicaba en cada acción. 
             Desde el piso, Carmen sonreía. Desparramadas sus fotos y ella dentro, sonriendo. Elaboré una sonrisa íntima, cómplice. Recuerdos. ¿No somos sólo los recuerdos que tenemos? Los coleccionamos con anhelos esperanzados de convertirlos en un presente continuo, en una indecisión constante de vivir sólo en uno. Yo amaba a Carmen. Pero Sara estaba en el medio, y me lo recordó con un cachetazo que me devolvió a su momento más iracundo. La sujeté de los brazos con fuerza suficiente como para inmovilizarla. Trató de darme un rodillazo en los testículos que fue a parar a la ingle. La di vuelta abrazándola con fuerza. La contuve tres incontables minutos, su musculatura pareció entender la inutilidad del esfuerzo. Lentamente se relajó, llorando, insultándome, como si no conociera la palabra resignación. La fui soltando despacio, sedando cada movimiento. Su cuerpo se desmoronó, ocupando el espacio del piso.
             "No me dejes", susurró.
             "No voy a hacerlo. ¿No quedaste embarazada para eso? ¿Acaso no inventaste este momento para atraparme, y condenar a tu hijo a una farsa donde todos estamos atrapados?". Estaba comprimido por la tensión. Necesitaba humedecer mis ideas. Fui a la pileta del baño y mojé mi cara.
              Sara recogió cada una de las fotos con rapidez y eficiencia miliar. Sin consultar el contenido de esas pequeñas celdas de memoria. Se apresuró a ir a la cocina.
              Aún estaba en el baño cuando sentí el olor de algo quemándose. Me acerqué, el humo era de las fotos disolviéndose en el fuego. Sara me percibió, y me dedicó su más perversa mirada.
              "No podés quemar mi memoria", le recalqué. Me di vuelta y me fui. Ella subió la hornalla al máximo.

jueves, 20 de septiembre de 2012

El mar amarronado, cuento


El mar amarronado

Dejó que el viento recorriera sus facciones. Disfrutó ese gusto salitre que el aire cargado le depositaba en los labios, por momentos, se creyó en la bahía de San Sebastián. Pero ese mar amarronado no era su mar, y esas playas de arenas gruesas no eran su bahía. Cerró los ojos y prefirió que el encanto no muriera por una cuestión de latitudes, a pesar de estar conciente que detrás del mar, no estaban las montañas ni su fabulosa San Sebastián,  sino un llano habitado de arbustos con pretensiones de árboles.
Atrás habían quedado los Nacionales y sus fusilamientos. Ya no escuchaba las detonaciones, pero a pesar de sus ojos cerrados, podía ver sangre huyendo de algún cuerpo. Frente a ese mar amarronado con arenas gruesas y en ese llano con arbustos con pretensiones de árboles, no había detonaciones, ni sangre escapando horrorizada.
Suspiró largo mientras abría los ojos. El paisaje vacío lo deleitó. La paz de la nada. La paz del futuro por construir. De a momentos fruncía el ceño al recordar que lo llamaban “gallego”, ofuscado replicaba, “Vasco, soy vasco”. Pero para esos tipos todos los españoles eran gallegos. Para colmo de males, esos cretinos se mofaban de cómo hablaba. “Coge el jamón” le dijo a uno, “¿Cómo me voy a coger el jamón? ¿Estás loco gaita?” Contestaban con risotadas. Le costó algún tiempo aprender esas herejías de la lengua, hasta que al final le parecieron divertidas.
Jugó con sus labios entre los dientes en gesto concentrado. Sintió una tristeza programada. Una nostalgia apagada de memorias. Extrañaba San Sebastián, el vino, las montañas, hablar como hablaba en la lengua de sus ancestros. Le molestó cuando los agentes de inmigración le cambiaron las letras de su apellido. Le quitaron la “t” y la  “x” vascas y las cambiaron por la “ch” castellana. Pero el precio había sido poco.
En ese mar amarronado que no era su mar, no esquivaba las balas de Franco. En ese lugar donde nadie cogía el jamón, no sorteaba la posibilidad de comer todos los días. En ese lugar donde le habían cambiado su nacionalidad y la identidad que le daba su apellido, estaba formando una familia. En ese páramo yermo, azotado por los vientos salitres de ese mar amarronado, estaba construyendo un hogar. De ese llano de arbustos con pretensiones de árboles, provenían comida y progreso. Abrió los ojos y el paisaje volvió a deleitarlo. La paz de la nada. La paz del futuro por construir. 
Dejó que el viento recorriera sus facciones. Sintió el salitre en los labios. Mantuvo los ojos bien abiertos tratando de absorber todo el alrededor. Extrañó la bahía. Extrañó San Sebastián. Pero en silencio, en oraciones paganas y extintas, agradeció la suerte de estar allí. En un lugar perdido, al sur de Buenos Aires.

domingo, 16 de septiembre de 2012

El mejor, cuento


El mejor
A Walter 
La competencia siempre fue atroz. La lucha por la hegemonía dentro de la casa tomaba rumbos insospechados.

    Rubén era menor que yo, pero no era importante la diferencia de la edad, sino la de las contexturas físicas. La gesta consistía en esclarecer la superioridad dentro de la familia. Quién era el más fuerte, el mejor, física y espiritualmente. Elegíamos las pruebas de manera premeditada y de acuerdo a nuestras condiciones. No sólo lo superaba en edad, también en altura, envergadura y peso, esta última habilidad siempre era concluyente. Rubén era un alfeñique, en casa le decíamos radiografía por que se le notaban todos los huesos. Dos años menor, flaco y de naturaleza raquítica. A pesar de sus escasas dotes físicas se las rebuscaba bien a la hora de las definiciones. Cada uno escogía cinco deportes para resolver la justa del mejor. Así la llamábamos. 
Yo siempre optaba por mis clásicos. Lucha libre, porque bastaba con que me tirara encima para que se rindiera debido a la falta de respiración. Boxeo, donde la longitud de mis brazos y altura me daban la ventaja definitoria. Artes Marciales, ninguno de los dos sabía nada. La cuestión era darle unos golpes y agarrarlo al final débil y bastante averiado. Lanzamiento de la Bala, para lo cual utilizábamos un fierro viejo y oxidado que en nada se parecía a una bala de cañón, pero era lo bastante pesado como para que él no pudiera levantarlo. Y mi última elección era el ajedrez. No porque fuera más inteligente, sino porque Rubén no tenía idea de como jugar. Yo le decía como mover las piezas y, lógicamente en forma magistral lo guiaba a la derrota. Cinco pruebas inobjetablemente mías. 
En las de él se explotaban la velocidad, la agilidad y la destreza. Especialidades que a nadie le interesa. Los cien metros llanos, trepar el pino del fondo, la payana, la bolita, y por quinta prueba solía elegir el fútbol porque podía desarrollar sus mejores condiciones de jugador. Pero la experiencia le demostró que una falta artera, ladina y traicionera (pero necesaria), podía terminar con sus más hondas aspiraciones. Entonces, ante la evidencia decidía por la bicicleta. Última y definitoria prueba. Rubén se sentía seguro de ganar porque era más rápido. Pero yo tenía un as en la manga. La elección de la distancia corría por mi cuenta. Tan sólo cincuenta metros. Al ser yo más fuerte podía embalar con mas potencia, lograba una ventaja mínima que pronto se desplomaría por lo paupérrimo de mi estado físico. Pero nunca antes de los cincuenta metros. Así ganaba yo, con fuerza y con inteligencia para poner las pautas. No había dudas, era el líder espiritual, político y administrativo de la relación con mi hermano. Era el mejor. 
Hubo revuelo en el barrio. Los del otro lado de la avenida habían hecho un desafío. El Rata, el capitán del equipo y el más grande con sus catorce años, convocó a una selección. Elegiría el equipo representativo después de realizar una práctica en el campito de la calle Rivadavia. Los matices de los partidos con los del otro lado siempre eran anormales, terminaban en pelea. Había que ganar en la cancha y había que ganar en la pelea. El Rata quería a los mejores. Era obvio que debía presentarme.
Éramos como veinte en el potrero, incluyendo a Rubén. Le advertí que volviera a casa, que la prueba iba a ser dura; no se intimidó.
La práctica empezó con nerviosismo, nadie quería cometer errores, nadie arriesgaba nada. Los ojos del Rata, fuera del campo, parecían más severos que de costumbre.
Alguien despejó una pelota y cayó en la media cancha, justo a los pies de Rubén. Su cuerpo no garantizaba nada, pero a la hora de gambetear era difícil pararlo. La pisó e hizo correrla por la derecha, con un par de amagues, el Polaco y Drito, dos de nuestros mejores defensas quedaron desparramados. Llegó hasta el fondo y tiró centro atrás. Justo entraba el Negro, no tuvo más que empujarla. 1 a 0. Golazo. Todos miraron al Rata, la mueca de satisfacción era clara.
Sentí una ligera sensación de orgullo. Pero aún era el mejor.
El capitán gesticulaba a medida que aprobaba jugadores. Yo todavía no integraba la lista. Necesitaba demostrar que podía estar en el equipo. No tenía talento con la pelota, pero era fuerte a la hora de defender. Otra vez Rubén tenía la pelota, ahora se la daban más seguido, se habían dado cuenta de la facilidad con que resolvía los problemas. Eludió a uno y otro quedó parado después de un túnel, era mi oportunidad de mostrarme. La pelota o él. Siempre el bulto grande es el más fácil. Literalmente lo barrí. La pelota siguió sola hasta que el arquero conjuró el peligro. Rubén fue cayendo sobre mí. En uno de los manotazos buscando apoyo, encontró mi nariz. Caímos juntos, enmarañados. Nos levantamos y el dolor en el centro de mi cara era insoportable. Un hilo de sangre fluía desde adentro. Vi a mi hermano intacto.
Sangrante, dolorido y asustado me puse a llorar. Corrí hasta casa. Seguro que lo había hecho a propósito, quería humillarme delante de todos, me dije. Intensifiqué el llanto al llegar, magnificando la situación con las manchas rojas. Fui muy explícito al narrar lo sucedido. ¡Fue Rubén! Mi padre mostró una expresión grave. Mientras Mamá me curaba, Papá salió a la calle y ejecutó el silbido con que siempre nos llamaba, un sonido corto y aflautado. Rubén entendió. Tímidamente se acercó a la casa. Desde el patio, ya repuesto y emparchado, observaría como las cosas volvían a la normalidad. Se impondrían el orden y la justicia. 
No sé qué sucedía con mi padre. Esa tarde estaba diferente. Descargó todo el mal humor en el cuerpo de Rubén. Lo golpeó por todos lados. Quise gritarle: Papá fue un accidente, solamente chocamos, me equivoqué. Papá por favor. Papá no. Papá. Pero era tarde. 
Rubén lloraba tirado en un rincón. Papá se fue adentro cuando se cansó de pegarle. Me acerqué, quise decirle algo pero mi lengua parecía de piedra. Me acerqué más y le puse la mano en el hombro. Me abrazó. Lo abracé. Lloramos juntos.
La competencia se me había ido de las manos.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Insomnio, poema

tengo el tiempo
contenido en sudarios
supeditado a los cambios que proponga
pendiente de la arena
que escurre
    inconcisa
    renuente

el tiempo en mi mano
las horas vencidas entre cristaes
contrariadas ante mis ojos impávidos

cae un grano
otro
otro
el piso está lleno de granos
se extienden
se expanden
son playas
    desiertos

tiempo perdido
tiempo que no tengo
ni tendré

tiempo desbastado
mientras pretendo amortajarlo