Bloggear o no bloggear...

...he aquí la cuestión. Me propongo desde este espacio publicar cada tanto algunos comentarios, artículos, opiniones sobre la realidad del latino en Estados Unidos, pero sin olvidarme que ante todo soy latinoamericano y lo que sucede en el continente afecta a todos los que estamos aquí. La frecuencia de publicación será bastante irregular, pero será de alguna manera activa y persistente. También haré una recopilación de artículos pasados y que ya fueron publicados en otros lugares pero que no dejan de ser actuales. Ojalá me ayuden con sus comentarios. Aquí vamos pues...

domingo, 6 de abril de 2014

De cuervos y flores, cuento


De cuervos y flores

No paraba de contar los cuervos posados en los
cables. No puedo decir que los contaba realmente; parecían
incontables. Hileras de cuervos a lo largo del camino, todos
instalados en postes y cables. Todo el camino, de Chicago a
Montreal, escoltados por una guardia de cuervos. Tan negros,
tan enigmáticos, tan funestos.
Clemente conducía hipnotizado. No quitaba la vista del
horizonte, como si en realidad no viera nada frente a sí, sino
algo abstracto y sin dimensiones. Creo que el calor lo tenía a
mal traer, a pesar de las ventanas bajas y del ventilador del auto,
el verano nos castigaba sin misericordia.
Nos escapamos de Chicago por el calor, a pesar de las
exigencias del estudio. Deseábamos que Montreal estuviera
algo más fresco, al menos con una brisa reparadora. La ruta no
alentaba, nos estábamos calcinando. Por eso y por algo más, al
menos yo: la carta de mi padre que guardaba en un bolsillo.
Los incontables cuervos permanecían inmutables,
firmes en sus cables y postes a pesar del sol y del calor.
“Querido hijo:
Hoy sabes lo que es enfrentarse solo al
mundo. Quisimos darte esa oportunidad,
tu madre y yo. Esperamos mucho de ti, de
quién si no. Hemos invertido nuestros mejores
años en tu formación. Sabíamos que nuestro
pequeño ambiente no te mostraría el mundo;
personalmente, creo que tampoco el nombre de
una universidad ayuda si no sabes qué hacer
con ello. Igualmente, hicimos un esfuerzo
para enviarte al extranjero y que termines tu
educación allí.
Pronto regresarás como un profesional, pero
más que eso, esperamos que vuelvas como tú
mismo pero siendo otro, con un nuevo equipaje
y con algo para ofrecernos. Tú sabrás qué
podrá ser. Esperamos, tu madre y yo, que estés
a la altura de las circunstancias. Eso esperamos
de ti.
Más de lo mismo, habrá sido una pérdida
de tiempo.
Tu padre.”
Nos alojamos en una residencia universitaria. Las
habitaciones eran como las celdas de una colmena. El calor
de la estructura multiplicaba la temperatura. Un enjambre de
concreto y sin ventilación. Al menos, el precio era razonable.
De a ratos, se escuchaban chillidos de cuervos, pero no se los
veía. Era fácil imaginarlos camuflados en los árboles de los
alrededores.
La ciudad estaba bien conectada por el Metro, pero
preferimos el bus. De paso, podríamos ver la ciudad y los
barrios. No nos arrepentimos de dejar el auto; después de todo,
era un fin de semana para despejarnos de las presiones.
Ninguno de los dos hablaba francés, pero sabíamos que
en todos lados el personal era bilingüe, no como en el resto
de Canadá. Nuestra única preocupación era cómo afrontar
una conquista, sería gracioso que nos mandaran al demonio en
francés sin siquiera darnos cuenta.
La tarde se había puesto formidable, fresca y con mucha
gente en la calle, paseando, bebiendo, disfrutando. Regresamos
entrada la noche, estábamos cansados y nuestras cabezas daban
vueltas por las copas de más.
Si bien la ciudad nos tenía impresionados por la belleza,
al otro día nos movilizamos con el Metro, otro punto de vista,
uno subterráneo y subjetivo. Bajamos en la Place des Arts, justo
frente del Museo de Arte Moderno. La fachada no decía nada,
pero los dos nos creíamos tipos de cultura; por ende, debíamos
ir a pesar de no entender nada de arte.
No nos causó gracia pagar los siete dólares de la entrada.
Creo que en la mirada que nos cruzamos nos preguntamos si
realmente valía la pena gastar ese dinero. Ninguno de los dos se
atrevió a decir que no. A veces el orgullo nos juega una mala
pasada.
A través de los cristales de la puerta, pude ver cómo dos
cuervos de un negro casi azul se posaban en las ramas de un
árbol. Parecían esperar que algo sucediera.
La muestra empezaba con obras surrealistas. Los cuadros
tenían manchas negras y blancas de diferentes aspectos. Los
nombres eran sugestivos, un cuadro inmenso con el único
dibujo de dos líneas horizontales: una blanca, la inferior, y
otra negra, la superior; ocupando mitades iguales. Se llamaba
Metamorfosis. Me sentí estúpido al no entender ese tipo de
arte. Ninguno de los dos hacía comentarios sobre las obras.
Creo que pensábamos al unísono en los siete dólares de la
entrada.
Había salas de fotografías y esculturas, o seudo
esculturas, porque parecían amontonamientos de fierros viejos
en un desorden programado.
Una puerta lateral conducía a los jardines, salimos a
fumar. Clemente mintió diciendo que le gustaba el museo.
Hipócritamente, dije que a mí también.
Al encender el cigarrillo, me distrajo el chirrido de un
cuervo que no alcancé a ver. Por primera vez sentí fastidio.
Busqué con los ojos el lugar donde el pajarraco podría estar
escondido. Esa sensación de desnudez, de ser mirado y no saber
por qué, me hacía sentir incómodo. Involuntariamente, apreté
la mandíbula, la boca se me llenó de saliva, la lengua hacía
movimientos abruptos como nadando en medio de un líquido
espeso. No lo podía ver, pero lo sabía oculto.
Clemente me devolvió a la realidad hablándome de una
flor. “Son dos flores en una. Una flor dentro de otra”, dijo sin
dejar de apuntar con los dedos que sostenían el cigarrillo.
Desde cuándo le interesan las flores a este depredador
de botellas de cerveza, me pregunté.
“Una flor dentro de otra”, repitió sin dejar de mirarla.
Finalmente, me acerqué a ver esa flor.
Tenía razón, era una flor diferente. Nunca había visto
nada similar. Llamaba la atención por sí sola, por su variedad de
colores, y por su falta de perfume que sugería mucho más de lo
que mostraba.
Podría describirla ambiguamente, en forma imperfecta.
Esa sensación de sorpresa abrumadora mezclaba mis sentidos,
confundiéndolos, evitando que fuera certero al elegir las
palabras.
Era grande. Del tamaño de una taza de café con leche,
de largos pétalos de color violeta, un violeta suave, para nada
agresivo a los ojos. Los pétalos eran semejantes a los de la
margarita, pero más grandes, más densos, más consistentes.
Salían como a borbotones, agrupados o amontonados, pero
en cantidad exagerada. En el centro era hueca, hueca y
profundamente púrpura, una cavidad que caía hacia su interior,
y desde allí se proyectaba en forma de torreón. En Botánica
existe un nombre para esa formación, un nombre que no
conozco, pero por la fuerza y la magnitud con la que se abría
paso, tuve que llamarla torreón. Desde las paredes de esa
fortaleza, se desprendían filamentos de un violeta más oscuro,
como miles de pequeñas flores pujando por respirar. En la cima
del torreón, diminutos brotes amarillos, delicados, exhaustos
retoños desarmados en sus puntas en direcciones diferentes.
Una flor dentro de otra flor.
Vida gestando vida, dije involuntariamente. Estaba
asombrado por los colores, por su forma y tamaño y por la falta
de perfume que la hacía más inexplicable.
Un mareo me hizo trastabillar. Una pérdida de
balance de mi cuerpo movió al mundo y me desubicó de las
dimensiones de la realidad. Fue como una náusea tratando de
expandirse más allá de los límites del cuerpo. Algo punzante
desde adentro hacia fuera. Algo tan súbito, que como llegó, se
fue.
Quedamos con Clemente en averiguar el nombre de la
flor. Ni el guardia, ni la gente de maestranza lo conocían. En la
oficina principal nos dieron el nombre de la persona que había
preparado el jardín. Un comerciante de la Rue St. Dennis, a
unas veinte cuadras del museo. Clemente objetó la distancia y
dijo que no valía la pena.
Yo no pensaba lo mismo.
La idea de “vida gestando vida”, me daba vueltas
en la cabeza. Auto gestación. Una vida dentro de otra vida.
Inmortalidad. Dios explicando el camino de la creación.
Darwin sarcástico a la hora de la evolución. Un idiota
obsesionándose con una flor.
Llegué al lugar transpirado y agitado. La indiferencia de
los empleados me notificaba que el autor del diagrama de flores
había muerto. Estúpidamente, traté de explicar cómo era esa
flor. Nadie la conocía, nadie la recordaba, nadie nada.
Me sentí mal otra vez y salí de aquel lugar.
Al dejar de caminar sin sentido, en un lugar que no
conocía, vi hileras de cuervos esperando mi paso. Mi mano aún
sostenía el estómago. No me dolía, tan sólo era una memoria
del dolor anterior. La frase “Vida gestando vida” vino a mi
mente. La forma de la flor llegó como una visión aletargada,
sólida, profética. Fue fácil darme cuenta del sentido de todo. La
Metamorfosis y los colores ásperos. La regeneración. La carta
de mi padre exigiéndome ser distinto al que dejó el hogar, que
finalmente madure y tome mi lugar en el mundo. La preñez de
uno mismo.
Tenía vida dentro mí. Vida a la que podría darle un
destino, ponerme “a la altura de las circunstancias”, a ofrecer lo
que se esperaba de mí.
Los cuervos empezaron a volar en una bandada
espontánea y concisa.
Ninguno de ellos se preocupó por mirar atrás.