Bloggear o no bloggear...

...he aquí la cuestión. Me propongo desde este espacio publicar cada tanto algunos comentarios, artículos, opiniones sobre la realidad del latino en Estados Unidos, pero sin olvidarme que ante todo soy latinoamericano y lo que sucede en el continente afecta a todos los que estamos aquí. La frecuencia de publicación será bastante irregular, pero será de alguna manera activa y persistente. También haré una recopilación de artículos pasados y que ya fueron publicados en otros lugares pero que no dejan de ser actuales. Ojalá me ayuden con sus comentarios. Aquí vamos pues...

domingo, 7 de septiembre de 2014

La única certeza, cuento

Bilingual Review;Jan2004-Apr2007, Vol. 28 Issue 1, p83


La única certeza


Alguien gritó que La Migra estaba en el edificio, entonces, como teníamos planeado con mis compañeros, a modo de simulacro de incendio, trepé por una cinta hasta la ventana que da a la terraza de la cafetería de al lado. De allí, salté al techo del restaurante árabe, y luego me arrojé al contenedor de basura. Algunos cartones amortiguaron mi caída. Nadie me vio, así que después de sacudirme las ropas caminé por el estacionamiento y me perdí en la calle. No pude fijarme si el resto de mis amigos me seguían; apenas crucé la ventana vi que muchos agentes, como veinte, habían entrado a la fábrica con sus armas apuntando como si fuéramos criminales de mala calaña. Asumo que no me vieron, y si lo hicieron, me dejaron escapar porque no tenían ganas de perseguirme; igualmente, no miré atrás. Tuve la certeza de que fui el único que pudo salir allí.
Di un par de vueltas y al rato pasé por el frente de la fábrica. Vi que muchos de mis amigos estaban esposados. Los subían a los camiones policiales. Lo vi a Juanito, empujado por dos gigantescos guardias, que se quejaba de algún dolor en las costillas. A Ponciano, al que arrastraban a la fuerza. A Domingo Orellano, que gritaba que había estado en Chicago los últimos dieciocho años y que siempre había pagado sus impuestos, a pesar de no tener permiso para trabajar. Incluso al Mister se llevaron, pobrecito, él nos había ayudado mucho, dándonos horas extras, a veces, dejándonos dormir en la fábrica cuando las cosas iban mal y necesitábamos ahorrar dinero. Ahora todos a la cárcel, y después, para la mayoría, la deportación.
Hice la cuenta mental de cuánto tiempo me tomaría llegar a mi casa, pero en el bus, no sería en menos de una hora y media. Seguro que Juanito, mi compañero de cuarto, diría dónde vive y allí me estarían esperando con armas, esposas, y orden para la deportación. No les iba a dar esa oportunidad, apenas tenía unos dólares en la casa que no me servían de mucho, y unas pocas ropas viejas que no tenían valor. Sólo me preocupaba la foto de mi madre, pero los agentes no se iban a fijar en eso. Iban a revisar nombres, direcciones y posibles contactos que pudiéramos tener. Como si hubiésemos venido a robar o a llevarnos lo que no era nuestro. La locura se les iba a pasar después de unos días, dos, tal vez tres; luego podría volver al departamento a recoger mis cosas, y buscar otro trabajo y algún lugar dónde vivir.
Decidí irme después de que se llevaron a todos, ninguno de ellos ya contaba, en cuestión de días estarían todos en sus países de origen, planeando cómo volver a entrar de nuevo a este país. Yo sé que muchos, en menos de dos meses, estarán de vuelta, viviendo en las mismas casas donde viven ahora, y hasta quizás trabajando en la misma fábrica del Mister. Así es como las cosas funcionan por aquí.
No supe qué haría durante ese tiempo de espera. No tenía a dónde ir. Agradecí que no estuviéramos en invierno, podría morir congelado en alguna de esas noches de nieve. 
Recordé que desde que llegué a los Estados Unidos, había escapado muchas veces. La misma primera noche, en el desierto de Arizona, los agentes federales nos cercaron y entre la confusión y la oscuridad corrí hasta que no me dieron las piernas. Una pareja de mejicanos que encontré en el camino me acercó a Los Ángeles, allí tenía un primo que me ayudó a instalarme y a conseguir un trabajo en un restaurante. Y las cosas hubieran ido bien, si no fuera por esa pandilla que vendía drogas en el barrio. Querían que les comprara sus porquerías o les pagara protección; querían dinero de cualquier manera. Una noche en la que estaban borrachos o drogados, me pararon y me amenazaron con sus armas. Me asusté como si hubiera visto al mismo diablo. Corrí sin parar, me metí en una casa y pasé por entre medio de una familia que me gritaba cosas que no pude entender. Un disparo sonó distante pero fue como si me empujara a correr más rápido y más lejos. Ellos sabían dónde vivía. ¿Cuánto tiempo podría escaparme de ellos? Recogí mis cosas y sin despedirme de mi primo partí hacia Chicago, donde estaba Juanito, mi amigo de la infancia.
La noche llegó pronto, en esta ciudad siempre el sol parece escarparse del día. Aparecí sin proponérmelo en el Lakefront, la autopista frente al lago, y bajo uno de sus puentes, vi un grupo de personas que se aprestaba como si estuvieran de campamento. Organizaban camas en las aceras del camino, justo debajo de la autopista. Aquí los llaman homeless, los sin casa, en mi país los llamamos vagos, sin vueltas.
Había escuchado que eran un grupo cerrado y, a veces, violento cuando se los molestaba. Vi que algunos tipos se calentaban las manos alrededor de una hoguera, aunque no hacía frío; quizás lo hacían por costumbre, o para cocinar algún pedazo de carne; alguna paloma que hubieran cazado, o quizás algún pato o ganso de los que suelen andar por el parque. Estaban muy metidos en lo suyo, se reían a carcajadas, arqueando el cuerpo y se pasaban una botella envuelta en una bolsa de papel.
Todos vestían más o menos igual, pantalones de varias tallas más grandes de las que deberían usar y chaquetas sucias con remiendos por todos lados. Los cabellos revueltos como si recién se despertaran, a pesar de ser ya entrada la noche. Vi también que, cruzando la calle, en la acera de enfrente, un hombre alto y excedido de peso, apoyaba una mano contra la pared y con la otra buscaba algo en sus pantalones; a ver el chorro de orina resbalándose por la pared del puente, me di cuenta de lo que había estado buscando. A pesar de estar varios metros alejado de aquel sujeto, me pareció que todo aquel espacio olía a orines. 
Me llamó la atención la diversidad de gente que había en aquel grupo, tanto blancos como negros, hombres y mujeres de todas las edades. Algunos vestían ropas militares y otros largas barbas blancas del tipo de Papá Noel, aunque sucias y descuidadas.
Una mujer recién llegada de quién sabe dónde, traía un carro de supermercado lleno de distintas porquerías. No pude distinguir qué era cada cosa, pero al menos vi una manta, muchos cartones, y de una caja sacó un paquete con unos panes. Con la delicadeza única que tienen las mujeres, armó una cama tan pronto como había llegado. Extendió los cartones sobre el piso, en posición perpendicular a la pared, extendió tres cobijas que si bien se notaban sucias, parecían poder abrigarla durante una noche de invierno. Sacó del carro una almohada que no había visto, quizás porque estaba oculta detrás de los cartones. Se sentó sobre su cama y acercó la caja con los panes. 
Reconozco que yo ya tenía hambre, y el verla comer esos panes me hizo pensar en que no tenía dinero ni para comer. Hubiese aceptado alguno de esos panes sin preguntar de dónde venían ni que tan frescos eran. 
Un hombre se acercó a la mujer y le dijo algo que no pude entender, pero al no tener respuesta, gritó que le diera los panes de una manera que retumbó en todo aquel lugar como si hubiera sido un trueno. Como la mujer no se los daba, el hombre decidió arrebatárselos. Y después de un breve forcejeo, le quitó el pan que la mujer estaba comiendo y la caja con el resto de los panes. La mujer gritó mas fuerte que el hombre pero nadie respondió a sus gritos. Los demás vieron qué había sucedido, pero nadie hizo nada. Siguieron tan ausentes como lo habían estado durante todo el tiempo que los estuve observando.
La situación me llenó de furia.
Como no estaba muy lejos de aquella mujer me acerqué desde la rampa donde estaba sentado y, sin darle una posibilidad de explicarse, le di un puñetazo al hombre que cayó casi desmayado, desparramando los panes por el piso.
Los recogí tan rápido como pude, los devolví a la caja donde pertenecían, incluido el que el hombre ya había mordido. Vi que algunos hombres ahora prestaban atención a la escena.
Caminé unos pasos hasta donde estaba la mujer y le di la caja con los panes. Al principió me miró desconfiada, dudando de que lo que le estaba ofreciendo, pero adelanté la caja para que la tomara.
Sin dudarlo, arrebató de mis manos la caja al mismo tiempo que controlaba la cantidad de panes.
Inocentemente le hice un gesto como para pedirle uno, pensé que en gratitud me lo ofrecería. Pero no fue así.
Me gritó algo que no comprendí, en una mezcla de desesperación y enojo. Vi a los demás hombres que ya estaban más cerca y decían cosas que no sonaban amistosas. También me empezaban a llegar los insultos del tipo que se reincorporaba del piso, y de alguien que lo ayudaba a levantarse.
Quise explicar lo que sucedía. Que sólo quería ayudar pero nadie parecía dispuesto a escuchar. Retrocedí a fuerza de los gritos, los de la mujer y los de aquella multitud que me hacía sentir foráneo en el mundo. Ni siquiera la mujer a la que había ayudado daba una palabra por mí.
Cuando un moreno alto se me abalanzó, me eché a correr. Ya se me estaba haciendo una costumbre. Lo hice sin detenerme, sin mirar atrás y pensando en aquellos malditos panes. 

lunes, 1 de septiembre de 2014


Tiresias, una revista, una visión transnacional

Fernando Olszanski Publicado 2014-09-01 en El Béisman

Me ha llegado el número uno de la revista Tiresias y a medida que abro sus páginas, descubro que su propuesta va más allá de un mero accidente geográfico. Leo la procedencia de sus editores y noto varias nacionalidades, diferentes edades, pero con la idea punzante de mostrar una literatura amplia e inclusiva de todos los géneros. La idea general viene de un punto cultural del norte de México, como lo es Ciudad Juárez, pero su visión transnacional le da una proyección que abarca todo el espectro del mundo hispano, incluso en aquellos lugares donde el español no es la lengua dominante.
El nombre Tiresias, que proviene de un personaje de la mitología griega, es de alguna manera prometedor e intrigante a la vez. Como la nota editorial nos marca, “Tiresias fue un hombre y mujer ciego por su pecado de soberbia, como juzgarían sus mayores, tiene el don de mirar más allá, hacia el futuro...” Y esta es una definición fascinante para un emprendimiento literario, mostrar nuevas tendencias y estar abiertos a lo que sucede en el ambiente cultural. El hecho de que Tiresias haya sido hombre y mujer a la vez, nos conlleva a la idea de analizar varias posturas, la de ampliar la visión literaria hasta los horizontes donde ésta nos lleve. Parece una propuesta punzante, pero también necesaria para los tiempos que vivimos. La cultura sigue siendo de alguna manera local y regional en un mundo globalizado. Aún necesitamos saber de esos pequeños mundos escondidos, como el Macondo de García Márquez o la Santa María de Onetti.
El formato también es algo que merece atención. No es la presentación tradicional, sino que es un formato de manifiesto, casi como un mapa, y ese acercamiento, de dieciocho páginas por lado y dieciocho por el otro, que si bien no son muy largas, nos trae un contenido profundo y dedicado. Y ya que mencionamos el contenido, casi todos los géneros están representados: poesía, cuento, ensayo, entrevista, e incluso una sección para el arte visual y la traducción. La cantidad suficiente como para saciar todos los paladares. Si consideramos este formato como un mapa, como mencionamos antes, debemos usar el verbo explorar como base de navegación por sus páginas, y desde la primera página nos encontramos con un ensayo de Enrique Serna donde hace un análisis de algunas tendencias culturales y su acercamiento a las masas y de las posibilidades del intelectualismo popular. Nos encontramos también una sección dedicada a notables poetas escandinavos traducidos la español de la mano de Denis Gómez García.
La dirección editorial de la revista está a cargo de Azucena Hernández, Daniel Ballesteros, Diego Ordaz, Jair Tapia y Rafael Álvarez. Sin dudas Tiresias es un proyecto ambicioso que cubre una buena porción del pensamiento y cultura del continente americano. No es una tarea fácil la que se han propuesto, pero sin dudas era necesario hacerla. El número uno de Tiresias es promisorio, los augurios de calidad están garantizados no solo por la pasión de hacer algo nuevo y diferente que ofrecen sus editores, sino por la intelectualidad y preparación académica que estos jóvenes están ofreciendo a un continente hambriento de una revolución del pensamiento. Ya espero el número dos. Que así sea.
Fernando Olszanski. Escritor argentino, autor de El orden natural de las cosas. Es editor de la Revista Consenso, de la Northeastern Illinois University.